Porque hay envida de la buena, esa con la que realmente te alegras de qué cosas buena le pasen a los demás. Y hay envida de la mala: la que te hace odiar al envidiado.
Y yo, lo reconozco, tengo, alguna vez que otra, envidia de la mala. Y eso me hace odiar (aunque sea por unos instantes) a la gente que quiero.
Y pensaréis que por esto soy mala persona o una egoísta, por «odiar» a la gente que quiero en lugar de alegrarme por ellos. Pero es que… Estoy muy harta.
Harta de estar al lado de Lidia con sus modelitos impecables únicos para cada ocasión, mientras yo llevo las mismas tres camisetas desde hace 5 años ya sea viernes noche, domingo mañana o martes a medio día. Envidia de la mala.

Cansada de que Lucía sea capaz de sacar tiempo para madrugar, ir, venir, salir, estar a comer, a cenar y a recenar, apuntarse al partido de pádel y a las cañas después… Envidia de la mala. Yo que me levanto a media mañana, necesito siesta y parezco cenicienta, a las 00:00 me convierto en calabaza.
Y muy asqueada de gente como Claudia. No sólo siempre está perfecta: pelo, maquillaje, uñas, ropa, zapatos y complementos. También es majísima, muy simpática y cariñosa hasta decir basta. Es que es divina, anda divina, habla divina… Así le va: éxito laboral, éxito amoroso, éxito, éxito, éxito… Y se lo merece, claro, pero que envidia… De la mala.
Porque al lado de ellas yo soy, como mucho, la maja. Y eso… Eso cansa un poco.
Aunque valorándolo de forma objetiva… Yo ahorro mucho tiempo, dinero y, sobretodo, comeduras de tarro. Porque, de vez en cuando (lo sé yo), mis queridas Divinas se ven inseguras, incluso con miedo, si se les cae su escudo protector.
Ahí es donde ellas me envidian a mí, envidia de la mala. Es la ventaja de no seguir los patrones de la moda (ni del buen gusto), no acicalarse en exceso (con ir limpia suficiente) y hacer caso a las señales de mi cuerpo (y dormir como una marmota).
Así que, aunque hay momentos que me apetece hacerles vudú, lo pienso y… Mí envidia por la suya. Envidia de la Mala.